Infancias migradas por el ladrillo
En Nepal, más de 137.000 personas migrantes trabajan en los hornos de ladrillos, una forma de esclavitud moderna que emplea mano de obra infantil y trabajo forzado.
Ayush ha vivido en movimiento desde que era un bebé. Nació en Dhading, en el corazón de Nepal, y, cada seis meses, ha migrado allí donde arden los kilns, también conocidos como los “hornos de ladrillos”.
Tiene tres años y llegó hace pocos meses a Mahalaxmi, una localidad en las afueras de Katmandú de tan solo 30 kilómetros cuadrados, plagada de chimeneas industriales, que concentra tres fábricas del sector de la construcción. En una de ellas trabajan sus padres, Bishal y Bipana Lama. “Empecé como obrero del ladrillo cuando era un niño, con unos trece años”, cuenta Bishal, mientras rellena uno de los moldes.
La familia se ha instalado en las inmediaciones del horno, en un habitáculo de 1,50 metros de altura erigido con los mismos ladrillos que fabrican. No tienen electricidad, ni agua corriente y, en el interior, huele a gas. Por ahora, son los únicos habitantes de la zona, pero pronto llegarán cuarenta familias migrantes más para abastecer la mano de obra necesaria para iniciar la temporada. En Nepal, se calcula que 176.000 personas trabajan en los kilns, una industria considerada una forma de esclavitud moderna. Un 10% de los obreros son menores de edad y un 3,5% están sujetos a trabajos forzados, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
“Por cada 1.000 ladrillos, ganamos 1.200 rupias (8,30 euros). Hoy en día es difícil, algunos contratistas se han fugado con nuestro dinero y no nos han pagado por el trabajo que hemos hecho. Incluso, me han insultado y pegado. Algunas noches no consigo dormir recordando todo esto”, explica el joven padre. De noviembre a mayo, Bishal y Bipana se levantan a las dos de la madrugada y trabajan entre doce y quince horas diarias, siempre a contrarreloj para completar el millar de ladrillos en el menor tiempo posible.
Durante la jornada, Ayush estaría solo en casa de no ser que ha empezado a ir a la escuela en Mahalaxmi de Kopila Nepa, organización aliada de la Fundación Vicente Ferrer. “Estamos felices de que nuestro hijo vaya a la escuela. Mientras trabajamos, no nos preocupamos de si está solo o de posibles accidentes. Hace unos años, unos niños murieron ahogados mientras jugaban en una charca cercana a la fábrica. En clase, Ayush está seguro, recibe comida y ropa, y las profesoras cuidan de él”, afirma Bipana.
La escuela, además de proteger al pequeño de los peligros de los hornos, lo aleja por horas de los humos tóxicos que rodean su barraca. Las chimeneas de ladrillos queman carbón como combustible y familias como los Lama viven expuestas constantemente a la contaminación, aumentando el riesgo de padecer de asma, enfermedades cardíacas y cáncer. “Cuando el horno está en funcionamiento, llueven trozos de carbón. Salen disparados de las chimeneas y nos caen sobre el techo. No podemos estar en casa”, relata Bipana, mientras indica la cubierta de aluminio de la vivienda donde retumban los pedazos. “Algunos días, una gran nube negra lo cubre todo”, añade.
Bishal y Bipana apenas tienen familia. Se casaron por amor, desafiando la presión familiar por un matrimonio concertado, huyendo de su Nijgadh natal y dejando atrás problemas familiares. Viven al día y en constante movimiento. Como ellos, el 78% de los obreros de ladrillos son de origen migrante, un total de 137.000 personas. La mayoría del oeste del país y de las regiones fronterizas con India, y también pertenecientes a la comunidad dalit, considerada la casta más baja y con menos recursos.
La precarización y la temporalidad lleva a las familias del sector de los ladrillos a contraer deudas, con intereses abusivos, que perpetúan el ciclo de la pobreza. Según la OIT, el 49% de las niñas y los niños que viven en los hornos acaban incorporándose al trabajo para contribuir a la economía familiar, quedando expuestos a situaciones de extrema vulnerabilidad como largas jornadas laborales, trabajo nocturno, transporte de mercancía pesada, inhalación de humos, quemaduras y otros accidentes.
La escuela de Ayush representa una red de apoyo y una esperanza de futuro para la familia. El pequeño, en el umbral de la puerta de su casa, escribe su nombre en un papel, mostrándole a su madre lo que ha aprendido en clase. “Ni su padre ni yo hemos pisado una escuela en nuestra vida. Quiero que mi hijo sea una buena persona, que no se meta en líos, y que se convierta en médico”, dice Bipana.
El ladrillo es una industria en expansión en Nepal y en todo el sureste asiático, intrínsecamente ligada al cambio climático, que abastece la demanda del mercado global de la construcción. Expertos como Laurie Parsons, de la Universidad Royal Holloway de Londres, han alertado de cómo los países desarrollados transfieren su huella de carbono a países del Sur global, donde la regulación es más laxa: “Es el colonialismo del carbono, la enésima reencarnación de un antiguo sistema donde los recursos naturales continúan siendo extraídos, exportados y aprovechados lejos de donde pertenecen”. España, Irlanda y Suecia son los tres principales países importadores de ladrillos de Nepal, según los datos de Volza, empresa de investigación de mercados.
La familia Lama desconoce cuánto tiempo más se quedará en Mahalaxmi antes de migrar a un nuevo kiln, pero está determinada en luchar por la educación de su hijo. “Trabajaremos duro para que Ayush pueda tener una buena educación”, sentencia su madre. La Fundación Vicente Ferrer trabaja en Nepal con “escuelas satélite” que se instalan en los lugares donde aparecen hornos de ladrillos para que las hijas y los hijos de los obreros migrantes puedan recibir cuidados y educación, crecer con oportunidades y vivir en pleno ejercicio de sus derechos.